En apenas 60 horas, Israel ejecutó una de las operaciones militares más decisivas de la última década: una ofensiva preventiva para desmantelar el proyecto nuclear iraní, que derivó en el colapso de infraestructura estratégica, la eliminación de científicos clave y una cadena de ataques que sacudió el equilibrio político del régimen liderado por el ayatolá Ali Khamenei.
La ofensiva, liderada por el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, anuló la cadena de mando de las Fuerzas Armadas iraníes, destruyó laboratorios de enriquecimiento de uranio, saboteó fábricas de drones y misiles, bombardeó refinerías de petróleo y desmanteló el sistema de defensa aérea. Teherán se mantuvo durante tres noches bajo fuego y terror constante, mientras Israel reafirmaba su compromiso de impedir que Irán obtenga armas nucleares.
Khamenei, debilitado y aislado
Ali Khamenei enfrenta una crisis sin precedentes. No solo ha perdido capacidad militar operativa, sino que también ha visto erosionarse el respaldo de sus aliados tradicionales. Hamas, Hezbollah y los hutíes —grupos armados que Teherán financia desde hace años— apenas lograron reaccionar. Las Fuerzas de Defensa de Israel, con apoyo de Estados Unidos y la OTAN, los desarticularon antes de que pudieran actuar en los frentes de Gaza, Líbano o Yemen.
El aislamiento político de Irán es igualmente contundente. Países como Egipto, Arabia Saudita, Emiratos Árabes, Qatar, Líbano y Siria han limitado sus críticas a comunicados diplomáticos de forma, sin ejecutar ningún gesto real de respaldo. Tampoco han convocado a la Liga Árabe para debatir la escalada.
Fuera del mundo árabe, el régimen iraní sólo cuenta con el respaldo retórico de China, Venezuela, Cuba y Corea del Norte. Incluso Vladimir Putin ha optado por una posición neutral, tras sostener contactos con Washington y Jerusalén.
Netanyahu justificó la operación como una acción indispensable para terminar con un programa nuclear que amenaza con desestabilizar toda la región. El G7, reunido esta semana en Alberta, Canadá, prepara un comunicado donde se espera un respaldo diplomático a Israel. Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania, Italia, Reino Unido y Japón ya han expresado su preocupación por la proliferación atómica en Irán y reconocen tácitamente que Israel hizo el trabajo que las democracias occidentales no pudieron ejecutar durante la última década.
Desde Medio Oriente, naciones como Jordania, Irak y Líbano han tolerado que aviones israelíes utilicen su espacio aéreo para los ataques, en lo que se considera una aceptación táctica de la ofensiva.
Precisión táctica vs. brutalidad indiscriminada
La operación israelí, según voceros del gobierno, busca causar daños mínimos a la población civil iraní. Aunque han ocurrido muertes de inocentes —inevitables dada la escala del conflicto—, Netanyahu ha sido claro al ordenar ataques quirúrgicos, sin provocar masacres.
Irán, por el contrario, ha respondido con misiles sobre zonas residenciales de Tel Aviv y Jerusalén, evidenciando una estrategia de terror sin líneas rojas, centrada en preservar el poder de Khamenei a cualquier costo.
La ofensiva no busca solo eliminar capacidades militares: tiene como objetivo acelerar una implosión interna. La vida cotidiana de los iraníes ya está siendo afectada por la guerra, los apagones, la crisis económica y la represión. Netanyahu apuesta a que la presión internacional combinada con el colapso doméstico provoque el fin del régimen teocrático.
La Casa Blanca ya ha dado su aval a esta hoja de ruta. Las potencias petroleras del Golfo la han aceptado en silencio. Y el mundo observa cómo la guerra abierta entre Israel e Irán no solo redefine el conflicto en Medio Oriente, sino que podría precipitar la caída del líder supremo de la República Islámica. El cambio de juego está en marcha.
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