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    Los humedales invisibles: el escudo natural de México contra huracanes e inundaciones

    Pocas veces se habla de ellos, pero los humedales costeros de agua dulce son piezas clave en la defensa de México frente al cambio climático. Están ahí, silenciosos, absorbiendo agua como esponjas naturales y almacenando carbono en cantidades que superan incluso a los manglares. Sin embargo, mientras podrían ser la mejor inversión ambiental del país, la ganadería y la agricultura los arrinconan cada día más. Veracruz es un ejemplo claro: sus humedales conviven entre potreros, cañaverales y hoteles, pero sin un mapa oficial confiable ni políticas públicas contundentes que garanticen su futuro.

    Ecosistemas olvidados en el debate climático

    Los humedales costeros de agua dulce no son simples charcos o “malezas”, como todavía los llaman algunos ingenieros hidráulicos. Son ecosistemas complejos que alternan entre la inundación y la sequía, con plantas resistentes como los tules y los popales, y árboles capaces de crecer en terrenos anegados. En Tabasco, estos ecosistemas pueden capturar hasta 3 063 toneladas de carbono por hectárea, más del triple que los manglares cercanos. Aun así, no se les reconoce dentro de la categoría internacional de “carbono azul”, lo que los deja fuera de las grandes estrategias climáticas.

    La investigadora Patricia Moreno-Casasola lo resume así: “Desafortunadamente, estos ecosistemas no están contabilizados por la mayoría de los países”. En otras palabras, México está dejando en el olvido a uno de sus mejores aliados ambientales.

    Entre el potrero y la conservación

    El dilema es concreto y cotidiano. Para un campesino, un potrero suele ser más rentable que un humedal. Con drenar el agua y sembrar pasto, el terreno queda listo para el ganado. Lo saben bien en comunidades de Veracruz, donde por décadas los humedales fueron arrasados en nombre de la producción de carne. Hoy, el estado concentra casi la mitad de su territorio en actividades agropecuarias, y eso explica por qué es líder en producción de res.

    Sin embargo, también hay historias de resistencia. En la Ciénaga del Fuerte y en La Mancha, pescadores y campesinos dieron un giro inesperado: pasaron de la ganadería y la pesca intensiva al ecoturismo y la restauración. Quitaron potreros, reintrodujeron plantas nativas y lograron que regresaran aves, cocodrilos y tortugas. Hoy, esos proyectos reciben visitantes cada año y demuestran que conservar puede ser tan productivo como destruir, siempre que exista voluntad y acompañamiento técnico.

    Falta apoyo y visión de largo plazo

    El problema es que conservar un humedal cuesta dinero y exige paciencia. No basta con reforestar: se necesita mantenimiento, limpieza de enredaderas y control de especies invasoras durante al menos cinco años. En lugares como la Ciénaga del Fuerte, gran parte de lo reforestado se perdió por falta de apoyo económico. Tras la pandemia, muchos financiamientos se frenaron y las comunidades quedaron solas frente a la tarea titánica de mantener vivos estos ecosistemas.

    La investigadora Moreno-Casasola lo explica sin rodeos: “La restauración es un proceso de muchos años y tiene que ver con la gente que vive alrededor. No basta con sembrar plantas”. Esa es la clave: sin comunidades involucradas ni financiamiento estable, los humedales no tienen futuro.

    Oportunidad para México

    México presume en foros internacionales sus manglares y arrecifes, pero sigue sin darle lugar a los humedales de agua dulce. Reconocerlos en las políticas nacionales significaría dos cosas: más capacidad de negociación frente a compromisos climáticos globales y, sobre todo, más protección para miles de familias que sufren inundaciones año tras año.

    Porque estos ecosistemas no solo capturan carbono. También retienen hasta siete veces su volumen en agua, lo que amortigua huracanes, evita la intrusión salina en pozos y protege cultivos. Dicho en palabras simples: son un seguro de vida frente al cambio climático, aunque todavía no tengan un lugar en las prioridades del gobierno federal.

    El reto es enorme: cómo equilibrar producción agropecuaria con conservación. Pero la pregunta central es aún más sencilla: ¿puede México darse el lujo de seguir destruyendo a sus mejores aliados naturales justo cuando más los necesita?

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